martes, 14 de enero de 2014

Putas croquetas

Es la primera vez que me da por traerme una silla a la cocina para poder hacer algo más que darle vueltas a la pasta de las putas croquetas. Hasta ahora siempre me había machacado la espalda, sacrificandome (¡maldita sea! Aún no he conseguido poder introducir las tildes manualmente en este maravilloso artilugio que mi maridito me "trajo" por Navidad, y que tiene nombre de compresa en inglés pero con la consabida i delante...me tendréis que perdonar, porque el corrector no reconoce las palabras sobresdrújulas...aunque la que acabo de escribir sí que la ha reconocido...para hacerme quedar mal, seguro...) Como venía diciendo, haciendo esfuerzos y soportando dolores varios para complacer a la prole y al marido, aunque debo admitir que yo tampoco tolero ver una y no tocarla -es una especie de falta de respeto por la croqueta que mi conciencia no tolera.

Ahora os diréis muy satisfechos que ya habéis adivinado por qué hablo de "putas" croquetas, y yo, de un plumazo, os borro esa sonrisilla de satisfacción al deciros que lo son porque no son las de mi abuela. Sí, sí, no las de tu abuela, ni las de otra abuela, sino las de mi abuela Eugenia, la bien nacida. Mi madre tuvo el mismo trauma y no les llamó Putas Croquetas porque no le gustaba perjurar ni decir malas palabras; no por beatería, sino más bien por orgullo, porque estaba convencida de que ello le hubiera restado feminidad. Ella se limitaba a defender su creación cuando los más jóvenes, en nuestra ignorancia y falta de consideración propias de la infancia, edad egoísta por antonomasia, expresábamos lo que los adultos no osaban musitar: "Las de la Yaya son mejores/Me gustan más las de la Yaya". La voz de mi preciosa madre se cargaba de acritud cuando respondía que "la Yaya las hace demasiado fuertes, les pone demasiado ajo y perejil". Ella sabía perfectamente, como yo, que ésa era la clave de las croquetas "made by Eugenia", pero mientras yo soy consciente de mi quebrantamiento de las normas croquetiles, debido a una frecuente falta de perejil en mi cocina, puesto que yo no tengo un patio/huerto en el que mi marido cultiva todo lo que puede y donde nunca falta el perejil o la menta fresca (yo tengo un marido ilusionista que desaparece cuando pronuncio la palabra "arreglar" o "jardín"), mi madre...yo no sé con seguridad por qué mi madre decidía no reproducir la receta de mi abuela. Quizás se retó a si misma para intentar superarlas y no lo consiguió, o quizás fue un acto de rebeldía sublimada; el caso es que tanto ella como yo tenemos claro que nuestras croquetas no son las mejores, y por eso, echarle tanto tiempo y esfuerzo a un plato que sabes que siempre será de segunda, lo convierte en un puto plato.

La pasta ya está lista, la suerte ya esta echada. Ahora me toca a mí sentarme en el sofá mientras los chicos forman, enharinan y rebozan las croquetas, que luego freiré y que ellos no podrán criticar porque serán corresponsables del resultado final. Ellos se libraran de mi condena y serán libres de preparar croquetas a secas. Suerte que tienen.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Rue de la Putterie, Bruxelles

No es que me guste en demasía utilizar el término "puto" o "puta", pero debo admitir que, en ciertas ocasiones, no hay vocablo que mejor describa nuestra emoción al calificar un sustantivo. Sí, ya sé que podría haber utilizado "maldito" en su lugar, pero "puto" contiene una descarga de agresividad que alivia más.

Los putos tejanos. Putos porque llevan días, semanas, meses acumulándose en un armario, a la espera de que yo reúna el coraje necesario para hacer algo con ellos, y cada vez que abro dicho armario, los tejanos me miran de reojo, como con desprecio, reprochándome mi falta de agallas en lo que a costura se refiere. Y con resentimiento, supongo, porque deben estar hastiados de estar encerrados en esa bolsa, día y noche, teniendo como una única novedad y falsa esperanza el momento en que la abro para añadir un par más, otro par de benditos tejanos que ya no pueden cumplir con su deber, que ya no pueden rendir el servicio que con tanto honor y abnegación rindieron durante semanas, meses, años. Y es que tener alma recicladora no significa que tengas temperamento creativo. Yo la creatividad, aparentemente, me la guardo en el cerebro. O eso, o la conexión con mis manos está averiada. O es falta de voluntad...o ¿miedo al fracaso?

Los benditos tejanos. ¿Qué sería de mí sin mis tejanos? ¿Qué sería de mi familia sin tejanos? Seríamos una panda de infelices, buscando en el armario con desesperación algo cómodo pero aceptable para llevar, que combinara con cualquier cosa y que no ofendiera el gusto o las exigencias de nadie. Esa desagradable sensación de tener que complacer a los demás a través del atuendo desaparece por arte de magia en cuanto te calzas tus tejanos. Los tendrás de varios modelos y colores, más ceñidos o más anchos, pero todos son tejanos. ¡Benditos tejanos, cuánta paz nos dan! Pero, pensándolo mejor, ¿no serán un escudo? ¿No serán una armadura? A mí déjame en paz, que llevo tejanos. Yo, mientras esté aquí dentro de mis tejanos, fuera, que pase lo que quiera.




La Rue de la Putterie, aquí en Bruselas, tiene una curvatura muy aparente, que hace que los autobuses lleguen a ella con una suerte de entrada triunfal. Y triunfal es el recibimiento que le dan los pasajeros, que cuando no se sienten atacados por el frío o la lluvia, luchan encarnizadamente por no inhalar la pestilencia de los orines de los alcohólicos que rondan la Gare Central en verano. Qué duro es ser pasajero del transporte público en el centro de Bruselas, pero más duro es ser alcohólico y tener que pasar la vida ingiriendo y evacuando vastas cantidades de alcohol, en un círculo sin fin que te obliga a perder a tu familia y a tus amigos, incluso a la sociedad en general. Y eso que llevas tejanos...